martes, 29 de mayo de 2007

El Misterio

Yo de pronto echaba a correr sin motivo por un camino de tierra. Éramos unos acampados con diligencias, muy numerosos, parecidos a los que se van al Oeste en las películas gringas. Esta carrera súbita despertaba gritos de espanto: ¡Cuidado! ¡Cuidado, vas a abrir el boquete! ¡Van a entrar las salvajizadas! Pero ya era tarde. Mi carrera rompía la muralla invisible de esa dimensión en la que habían sido confinadas las salvajizadas. En realidad no era así exactamente, pues el acto de confinar y de salvajizar iban juntos. Estas salvajizadas aparecían corriendo en dirección contraria a la mía por el hueco que mi carrera había abierto. Resultaban ser familiares de mi esposo, y los rasgos de sus caras, la languidez en su forma de moverse, evidenciaban un parecido con él casi alarmante (mi esposo es hijo de una india caribe y de un señor llamado Cook). Siendo imposible devolverlas a su dimensión salvaje comenzaron a convivir con nuestro grupo. Yo me sentía un poco culpable al principio, aunque el hecho de que ignorara las consecuencias de mi carrera intempestiva, el hecho de que ignorara incluso la existencia de seres salvajizados, me exonerara. Pero pronto comenzaba a observar que no había nada salvaje ni peligroso en las intrusas. Una, en particular, poseía el Misterio, un poder desconocido. Adivino que se trataba de un poder adivinatorio, porque aquí también se presentaba cierta ambigüedad de significado. El Misterio consistía en la capacidad de identificar el misterio, pero este poder para nosotros, sus espectadores, era un misterio. Yo comenzaba a entrever que el miedo a la liberación de las salvajizadas se fundaba en prejuicios reaccionarios. Pues no sólo se trataba de personas pacíficas y encantadoras, muy domésticas, sino también de personas dotadas de aptitudes para ver aspectos ocultos de la realidad, es decir, para cambiarla, pues ver el misterio equivalía a poder hacer algo diferente, y este algo, que se insinuaba, brindaba mucha esperanza. Sin embargo, aquí se presentaba también un doble sentido, pues estas personas no habían sido salvajizadas por poseer poderes especiales y transformadores, sino que sus poderes se debían al hecho de haber sido salvajizadas.
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Monsieur Duverger

Mi mamá estaba trabajando en la escalera. Se la veía muy ajetreada, casi desesperada. Qué haces, pregunto. “Quiero subir desde el último escalón hasta el primero y así también quiero bajar, pero como están las cosas no se puede”. Decidí ayudarla y pronto estuvo listo. En el primero pusimos el último y en el último dejamos el último. Y esto, claro, en ambos sentidos. Mi mamá gruñía de satisfacción (es su manera de expresar satisfacción).
Después, en el patio, ambas nos vaciamos la memoria, hicimos un gran montículo con nuestros recuerdos mezclados. Los revolvimos un poco con el tridente y los aventamos para que el viento se llevara los más ligeros. Cuando estuvo listo volvimos a colocárnoslos de a puñados en la memoria sin importarnos cuáles eran de quién. Luego subimos o bajamos la escalera (cómo saberlo) y abrimos la botella de vino que, hace tantos años, nos trajo el profesor Duverger (en realidad nos trajo cinco, pero cuatro las consumimos con él). La abrimos para celebrar el éxito de nuestras relaciones madre-hija. Ya estaba bastante rancio el vino, pero igual entre las dos hicimos memoria y nos acordamos de que cuando Duverger nos visitó, en aquel lejano entonces, no hizo más que decir y repetir hasta muy entrada la noche que: “el sistema electoral mayoritario conduce al bipartidismo”. Yo me acordé (ella no) de que al final mi mamá, ya un poco harta, le había dicho: “Entonces la fulana democracia es un chanchullo”. Y el profesor Duverger, muy complacido, afirmó: “Sí, yo creo en el arroz. El arroz es consenso. Consenso es lo contrario de chanchullo ¿verdad?".
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domingo, 20 de mayo de 2007

Variaciones


La Cosa

Un día, volvía yo a mi casa de una aburrida conferencia sobre filosofía de la mente, a la cual apenas había prestado atención, cuando sentí la cosa. No sé si llamarla dolor o qué. En todo caso era como un desgarramiento. Algo se arrancó de mí crudamente y comenzó a llevar una existencia aparte. Ya era de noche y, atemorizada, apuré los pasos, porque esa cosa que se había desgarrado de mí ahora me seguía, iba detrás de mí quién sabe con qué propósito. El miedo me obligó a correr con toda el alma. La cosa se quedó atrás emitiendo sonidos. Parecía que me llamaba, que pronunciaba mi nombre, o algo parecido, con una voz aguda que me hizo pensar en un dardo. Al llegar a casa me apresuré a cerrar rápidamente la puerta tras de mí y todas las ventanas. Había actuado con prontitud y la cosa se quedó afuera. Oí que golpeaba aquí y allá tratando de entrar, gimiendo de una manera que me llenó de lástima. La lástima y el miedo luchaban en mi interior. Ya parecía que la lástima iba a ganar la partida cuando mi mano derecha, con un sentido práctico verdaderamente admirable, encendió la televisión y subió el volumen al máximo. Era la hora de las noticias y me preparé temblorosa un sándwich. Interrumpí un momento este acto para cerrar también todas las persianas porque la cosa me espiaba y golpeaba los vidrios. Así pasé la noche en medio de tiros, insultos y músicas tensas. También encendí el equipo de sonido para que llenara los pocos instantes de silencio restantes. A la mañana siguiente llamé por teléfono a la oficina para reportarme enferma. Mi jefe farfulló algo incomprensible y colgó. Volví a llamar y esta vez mi jefe se enfureció y me dijo a los gritos que dejara las bromas, que fulanita, o sea yo, estaba en su escritorio desde las ocho de la mañana. Me vestí apresuradamente y fui a la oficina. Efectivamente, allí en mi escritorio, muy concentrada en su trabajo, estaba yo. Traté de volver a casa pero me perdí inexplicablemente. Fui a dar a las afueras de la ciudad y cuando por fin, al retorno, divisé mi vivienda, ya había oscurecido. Quise entrar pero mi llave no servía. Todas las ventanas estaban cerradas. A través de una de ellas me vi a mí misma comiendo un sándwich frente al televisor, tal como yo hacía cada noche. Comencé a golpear el cristal y a llamarla (o llamarme) a los gritos. Ella entró en pánico. Corrió las persianas y tal como hiciera yo la noche anterior al ruido del televisor añadió el del equipo de sonido. No me extrañó que al día siguiente llamara al trabajo para reportarse enferma. Incluso alcancé a oír los gritos de mi jefe que dijo estar harto del jueguito.


Adelantado

Una noche cuando volvía a casa muy cansado descubrí que yo ya estaba allí frente al televisor comiendo un sándwich como todas las noches. Lamenté mucho este atraso en el que sin darme cuenta había incurrido. Quise llamarme la atención para ver cómo resolvíamos el asunto pero yo estaba concentrado en las noticias y no me hacía ningún caso. Entonces, algo indignado, pensé que no era sólo que yo hubiera incurrido en un atraso sino que también había incurrido en un adelanto. Esperé a quedarme dormido para prepararme por mi cuenta un sándwich y sentarme frente al televisor a comerlo. Luego de hacer esto me quedé dormido. Al despertar ya me había ido a la oficina. Por supuesto, cuando llegué era tardísimo y mi jefe se mostró muy contrariado. Me disgustó mucho que me pusiera como buen ejemplo a mí mismo que había llegado con diez minutos de adelanto. Durante una semana, o así, traté sin éxito de darme alcance. Por más que corriera y me apresurara, siempre llegaba tarde. Esto me deprimió, perdí la energía, me entregué al abandono, no me molesté más por perseguirme. Yo era temporal y lógicamente inalcanzable. Cierta mañana mientras me hallaba amargamente echado sobre la cama me iluminé de repente. No había cosa más absurda que estar deprimido, todo lo contrario, la situación me favorecía enormemente. Ya que mi yo adelantado lo hacía todo, yo podía por ejemplo divertirme. No era muy dado a divertirme así que me costó un poco tomar la decisión de ir a la playa, lugar donde la gente supuestamente se divierte. Fue grande mi sorpresa cuando al llegar vi que yo ya estaba allí bañándome, asoleándome y tomándome una cerveza, en resumidas cuentas, divirtiéndome. Salí corriendo a la oficina. Mi jefe se mostró extrañado pues yo siempre llegaba adelantado. Me preguntó si me sentía bien. Le di una excusa complicadísima que ni yo mismo entendí mientras me dirigía apurado hacia mi escritorio para recuperar el tiempo perdido. A medida que avanzaba el día iba sintiéndome cada vez mejor. Era un alivio para mí no tener que divertirme y que el adelantado se encargara de eso.
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lunes, 14 de mayo de 2007

Objeto-puente

Hoy voy a hablaros del objeto-puente, el más real de los entes, que transita entre el sueño y la vigilia sin modificarse. Este, como todos los grandes descubrimientos, se debió a una mezcla de casualidad y celo científico, condiciones que juntas realizan maravillas, aunque escasas.
Ocurrió que un experimentador, por lo demás escéptico, soñó que pintaba de verde la cola de su perro. Al día siguiente, mientras desayunaba, vio pasar a su perro por la ventana y dejó caer al suelo la tostada con mantequilla que sostenía en la mano izquierda, no así la taza de café que sostenía con la derecha y que fue depositada lenta, delicadamente sobre la mesa. El perro, como imaginaís, tenía la cola pintada de verde.
Este hecho curioso llevó a muchos investigadores a realizar experimentos similares, los cuales fracasaron tristemente, aunque se demostró provisionalmente que no hay nada en el perro que lo convierta en objeto-puente, pues la mayoría de los perros no lo son. Sin embargo, en esta búsqueda, se presentó un hecho curioso. El experimentador pintó cuidadosamente de rosado la oreja de su perro durante un largo sueño, pero no pudo evitar que le temblara la mano al dar unos retoques, y unas gotas de pintura cayeron en el suelo del estacionamiento. Cuál no sería su decepción y su alegría cuando al día siguiente, al despertar, encontró a su perro con la oreja impintada y notó que en el suelo del estacionamiento, ya secas, se encontraban las gotas de pintura soñadas. No cabía duda sobre el significado de este hecho: el piso del estacionamiento era su objeto-puente (aunque luego se comprobó que no lo era en su totalidad sino sólo una baldosa).
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sábado, 12 de mayo de 2007

Los nuevos árboles

Ahora existen árboles que vuelan vagabundos y que en lugar de raíces tienen una manito amarronada (las venas que sobresalen conservan cierto aspecto vegetal). Andan por el cielo de la ciudad, o más bien entre los edificios, buscando de qué agarrarse. Hay que tener cuidado, son muy astutos, y en cualquier momento se agarran con su manito de cualquier cosa o persona con el fin de establecerse para siempre. Por suerte, se espantan con facilidad, basta un manotazo. Pero es un fenómeno nuevo y a mucha gente le cuesta acostumbrarse.
El otro día estaba mi mamá en el balcón contemplando la tarde y casi la agarra una palmera. Llegué yo a tiempo para espantarla. Pero me quedé preocupada, ahora no puedo perderla de vista. Depende de mí en este sentido por una razón muy simple: ella no cree en la existencia de estos nuevos árboles. Al no creer es incapaz de defenderse. Es un problema de fe como todo y no de ver para creer, pues mi mamá "ve" los árboles, y aún así no cree que existan. Una y otra vez repite mientras los mira: no puede ser, no puede ser. Y hasta que no cambie su actitud existencial voy a tener que andar con ella, adonde vaya, espantándole los árboles.
Después de varios días de vigilancia y de andar sermoneándola sobre el peligro de los nuevos árboles mi mamá ahora grita de alegría, dice que cree, que por fin cree, pero no en los árboles que vuelan sino en la posibilidad absoluta del vuelo. El cerebro de mi mamá ha hecho la siguiente operación: “si ellos vuelan, todo vuela, y si todo vuela, yo vuelo”. En consecuencia, se arroja por el balcón. Afortunadamente, logro sujetarla por el borde de la camisa. La camisa se estira y se estira, durante siete pisos se estira. Cuando mi mamá llega al suelo, la camisa ha llegado al límite de su posibilidad de estirarse. A dos centímetros del suelo, mi mamá cuelga alegremente a salvo. Pero me espera una tarea difícil, ahora tengo que hacerle entender a mi mamá que no todo vuela. Y es triste porque está muy feliz con su descubrimiento y siente un gran deseo de vivir, más grande, dice, que nunca.
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Sala de espera

Cierta vez un señor sentado en una silla balanceaba despreocupadamente el pie derecho y observaba con tranquilidad este balanceo, no desprovisto de gracia y elegancia, por sus ritmos tenues, sus regularidades, simetrías, leves rupturas, discrepancias sutiles, maliciosos compases que se alejaban unos pasos hacia ciertos arbustos discordantes, bruscos vuelcos voladores de retorno hacia la triunfal o plácida armonía, vislumbres silenciosos pronosticando crescendos vacilantes, casi rumiantes, pero tan paulatinos, persistentes, que nadie, o casi nadie dudaba, aumentarían su afán hasta el apremio, inminente sería alcanzar el filo del abismo, para llevar por fin a cabo el estrepitoso arrojo suicida de timbales, campanas tubulares, triángulos, címbalos, panderetas, mientras un bisturí corretearía en los tímpanos crispados, con sus aristas púas sopranas, hasta acabarse el aire y desfallecer verticalmente los divinos pulmones. Se oyen entonces los violines, no se sabe si muertos de la rabia o de la risa, aunque esto último es probable, pues el pie balanceado ha demostrado ya mucha satírica artimaña, por ejemplo: del precipitarse de timbales sólo surgió la música de un heladero que lentamente subía de niño en niño la cuesta y el bisturí de la soprano sonó a bisagra oxidada. Sin embargo, el señor que observaba su pie en incesante balanceo no parecía contrariado. Oh, no. Cierta curvatura en la comisura izquierda de sus labios orientada hacia arriba, apuntando la oreja de este señor secreto que jugaba al engaño musical con un pie tan etéreo, y quizás por eso llamativo, pues el pie suele balancearse de impaciencia, y no por burla estética, la curvatura, digo, y el interés que todos le prestaban, en aquella sala de espera de un dentista, obligaba a pensar que todo era intencional, deliberado.
Pero, quizás por sentirse tan mirado, el balanceo del pie cesó de pronto, y los ojos del señor, antes serenos, distraídos, ajenos a su entorno, recorrieron caras de índole diversa, aunque prevalecía en ellas lo absorto, suspendido, cierta ausencia de caras en sus caras, y esas miradas boquiabiertas ante el pie cuyo balanceo había de súbito y desdichadamente cesado. No era un señor tímido, pero sufrió un leve sonrojo. Por favor, dijo una señora sentada a su lado, por favor, siga. Los demás se unieron a este ruego: sí, señor, por favor, no se detenga, siga. ¿Seguir? ¿Qué cosa? No entiendo, afirmó con cierto asombro desconfiado. Siga balanceando su pie, señor, es muy interesante. Extraordinario, dijo otro. Un genio, es usted un genio, susurró una muchacha lacrimosa. El balanceo de su pie, dijo un intelectual que por fortuna allí se encontraba, es una antimarcha, el máximo boicoteo del preludio, acérrima sátira de las formas musicales que han orientado nuestra mente por el camino del hábito, nuestras formas emotivas así sufriendo el complejo de la causa y el efecto, una linealidad interpretativa, que el Caos denuncia: ¿qué huracán de las Antillas, por ejemplo, ha promovido ese aleteo fugaz e inofensivo, en la amarilla mariposa que cruzó por mi vista esta mañana? Cada nota, acorde, ritmo nos ata o nos desata un nudo, somos esclavos de pasiones que la música nos dicta, perpetuando sus venenos pasionales. Pero su pie se balancea en elocuente silencio unos minutos y todo lo resuelve: El punzante bisturí de la soprano se disuelve con aceite Tres en Uno, de la hecatombe de timbales nos salva un heladero, y así, el triunfalismo, los mausoleos de guerra, los arrogantes uniformes, pueden desviarse entre arbustos espinosos, volver como piltrafas a las avenidas victoriosa de la muerte, con la mirada en blanco. El idioma que su pie habla en balanceo, nos ha hecho entender que muchas obras de arte inmortales irrespetan el tiempo de la vida. Yo creo que esta revelación no debe ser pasada por alto y que en lugar de estar aquí esperando turno para que un taladro perfore nuestras muelas debemos irnos ya mismo a la taberna de la esquina a celebrar esta nueva esperanza.
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viernes, 11 de mayo de 2007

Delito de cosificación

Yo soy la madre. He cosificado a mi hija en un intento de salir del paso. No entiendo cómo pudo pasarme semejante cosa, tener una hija. A veces me niego a aceptar que esto haya ocurrido, pues ocurrió en mi ausencia, es decir durante un ataque epiléptico. Mi hija se llama Glenda, con este nombre la cosifiqué. Está ahí sentada en la sala sobre la alfombra entre dos butacas, completamente inmóvil, parece una foto. Mi marido está en el patio dándole la espalda a una pared divisoria. Se encuentra de pie, también inmóvil, con el tronco ligeramente inclinado hacia el suelo. Esta inclinación se debe a que mi marido no quiere ser completamente paralelo a la pared, sólo quiere ser “casi paralelo a la pared”. Aquí se ve que mi marido tiene una intención y actúa conforme a ella, es decir, no está cosificado. Otro elemento importante de este mundo lo constituye mi voz interior. No es muy inteligente pero tiene poder, un fenómeno bastante extendido. Su poder consiste en ponerme nerviosa con frases como: ¿y ahora qué vas a hacer? Tiene razón porque mi hija está cosificada, mi marido anda en lo suyo, pero yo ¿qué hago, dónde estoy? Creo que estoy en la cocina. Mentalmente me veo con una gran cara desorbitada, también veo que uno de mis pies, aunque está inmóvil, se halla adelantado, como si mi cuerpo tuviera la intención de caminar, de emprender algo. Pero no es posible hacer nada, no hay continuidad, estoy en una escena simple, detenida, porque el delito de cosificación, dice mi voz interior, se castiga con la parálisis. Ya se ve que no he podido salir del paso, por el contrario, estoy atascada. Nunca he debido ser madre.
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jueves, 10 de mayo de 2007

Las moscas

Estábamos en un mundo delicado, éramos muchas, pero nuestro número no importaba. Cada una pasaba a través de la otra ningún inconveniente. Luego fuimos llamadas. Y acudimos. El encargo era difícil. Más que difícil, raro. Cread un mundo, decía, pero un mundo opuesto al de vosotras, una bestialidad de mundo. Eso hicimos. Cada una de nosotras escribió un proyecto, más que un proyecto, un poema, y un día oscuro, en el que todo estaba inquieto, recitamos. Eran poemas horribles. Cada una había puesto lo mejor de sí para imaginar algo duro, enfermo, y sobre todo, algo que sufriera. Fue la primera vez, sin duda, en que algo sufrió y eso que sufrió, no era más que un punto, un pequeño punto solamente. Luego nos reunimos alrededor de él formando un círculo y cantamos. Aquel punto se sentía mal y lloraba. Nuestro canto estaba destinado a adormecerlo, pero el punto comenzó a gritar, a retorcerse, algo muy feo. Alguna de nosotras se retiró prudentemente y vomitó a solas. Otras, más empecinadas, desafinaron, se marearon y cayeron en un profundo letargo. Las más fuertes nos quedamos y vimos cómo el punto, poco a poco, se convertía en otra cosa, una especie de mosca que volaba y zumbaba alrededor nuestro, o chocaba con nosotras como si no pudiera traspasarnos. La mosca fue creciendo, y no sólo creciendo, también se reprodujo. De ella salieron otras moscas que crecían y se reproducían igualmente. Nuestro llanto llenó el cielo. Casi todas fuimos devoradas. Yo no sabía si huía o era devorada, pues cuando una era devorada todas padecíamos el horror de ser devoradas. Lentamente nos separamos. Nos acostumbramos a que una no era la otra, a que todas no éramos una. Por fin un día desde lejos contemplé de lejos la obra horrible, la contemplé en la soledad más absurda. Quise cantar, pero el canto no brotaba. Quise llorar, pero el llanto era imposible. Las moscas se acercaban. Se abalanzaban. Se disputaban mis pedazos. Dispersa en sus mandíbulas, en sus gargantas, en sus estrechos tubos digestivos, entoné el último grito de mi especie. Las moscas formaron un círculo alrededor de ese grito y celebraron su victoria. No había aún cesado el grito cuando ellas también fueron llamadas. Se les encargó continuar nuestra tarea, incipiente aún, dijo la voz, apenas comenzada.
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